Crónica regia I: Exposiciones

Créditos: Especial
Escrito en OPINIÓN el

Monterrey amaneció lluvioso, cae una fina lluvia, una tenue brizna, un ligerísimo chipi- chipi que impide disfrutar la vista de las montañas que la rodean en esta fría y húmeda mañana primaveral que estimula las ganas por hacerse con una bebida caliente: un café con leche.

Ya en La Chabela un rico lechero aleja a Morfeo y presagia una larga jornada larga, la organización de visitas a las exposiciones no permite reparar que en el lugar se encuentran Almodóvar, Sabina y Lorca, a ellos se encamina un presuroso Neruda en compañía de Monsiváis, el chileno parece reprender al mexicano por su tardanza. Todos congregados por Salvador “Chava” González en un mural que merece difusión no por juntar a tanta celebridad, que en sí lo amerita, sino porque al autor de “Amor perdido” no lo dejaron acudir solo a la cita.

A Carlos lo acompaña una de sus mascotas, un altivo gato negro, un chaperón que atento escrudiña a la concurrencia matutina del establecimiento atendido por migrantes, nacionales y extranjeros. Un equipo que desconoce quiénes son las elegantes damas que también posaron para el artista en la pintura que ornamenta su lugar de trabajo. El felino es el único que se percata de la rápida huida del autor de estas líneas apenas cede un poco la lluvia.

Tras un breve viaje en Metro, la primera etapa, el Museo del Vidrio, “está dentro de la fábrica” responde un peatón al ser interrogado si se va por buen rumbo. La zona, un barrio obrero, muy deteriorado y sucio, no obstante, el abandono por las aceras aparece el regalo de la ciudad al caminante: las anacahuitas con sus racimos de flores blancas y las bellotas por el suelo, a la espera de alguien que las recolecte, siembre y esparza la belleza de un árbol del terruño. Adriana Treviño hizo ya lo suyo al incorporarlas a su propuesta fotográfica.

El Museo del Vidrio ofrece al visitante su colección histórica permanente y una galería con arte contemporáneo y el artista del mes.  El primer acervo parece detenido en el tiempo, es casi igual a cuando abrió en 1992 sino fuera por su última sala que está casi vacía, desmantelada. La galería presenta obra de autores que incorporan el vidrio en sus obras o las realizan sólo con este material, el artista del mes exhibe piezas de carácter utilitario de poco interés.

Interrogada por la obra de Héctor M. Flores, un escultor mexicano con reconocimiento en Japón, Europa y Latinoamérica, y motivo de la visita al inmueble, la guía que acompaña al visitante durante todo el recorrido responde cortés y educadamente: “sí lo tenemos, no está ahora en sala, no podemos exhibir a todos”. Otra vez será, ya habrá más suerte en tanto lo destacable, lo meritorio, la valía es que el museo resucitó, salió del coma que lo mantuvo cerrado por unos años, sigue vivo y abierto al público. 

La parte final de esta primera etapa es la Antigua Estación del Golfo, la hoy Casa de la Cultura que presenta tres exposiciones, se mencionan dos: la del pequeño museo de sitio que pone en contexto al visitante con el inmueble en que se encuentra mediante la reproducción de fotografías de época y la muestra de documentos originales como guías e itinerarios con sus destinos y horarios, también exhiben objetos vintages, los utilizados en los vagones-restaurantes de los trenes. La otra es una muestra de tres autores contemporáneos: Mónica Fernández, Maurilio Rojas y Vidal Villada, quien firma como dalvi kai, así sin mayúsculas. Las piezas (escultura-objeto, fotografía e instalación sonora) destacan por su buena factura, el montaje es acertado, la comisaría es de Rocío Cárdenas Pacheco.

El entorno urbano en ese tramo de la Avenida Colón es también sucio y deteriorado, recuerda las crónicas de Joaquín Hurtado para “Letra S, sida, salud y sociedad” en La Jornada, de un antro-cantina, próximo a la estación del Metro, salen parroquianos que despiden mujeres que visten únicamente ropa interior. Solo los gritos del poeta Armando Alanís Pulido, en los muros aledaños, advierten que todo pasa, que vendrán otros tiempos que esperamos mejores en tanto se aborda el vagón con dirección a la Y Griega.

La segunda etapa es el Parque Fundidora, un bosque de encinos, principalmente, que atraviesa una vía elevada todavía en construcción, por allí pasará el Metro que deberá estar listo para el Mundial de Futbol del año próximo y con servicio hasta el Aeropuerto Mariano Escobedo. Entre otras instalaciones allí se localizan el Centro de las Artes y la Fototeca que presentan la “Bienal Femsa. Treinta años en el mundo del arte. Una revisión”, muestra comisariada por Daniel Garza Usabiaga, actual director del Museo del Palacio de Bellas Artes.

El directivo del INBAL apostó por una exposición aséptica, sin riesgos, que incluye las obras galardonadas principalmente; es decir pintura, escultura e instalación más o menos en el orden en que se incorporaron al acervo, o sea que es una muestra como las que ya se exhibieron-mostrado hace tiempo en la CDMX y Puebla por mencionar dos ciudades en que se presentó hace algunos años la Bienal, aunque lógicamente entonces con menos edad y emisiones.      

Como ya lo señaló Xavier Moyssén Lechuga, parecería que la Bienal Femsa solo ha generado un acervo de obras y no una serie de publicaciones que la documentan y registran, amén de hacer correr una gran cantidad de tinta sobre artistas, ganadores y seleccionados. Además de repercusiones en el circuito del arte local y nacional (artistas, instituciones, coleccionistas, mercado, galerías, crítica y públicos especializados y en general). En sus últimas versiones se ha extendido a Latinoamérica.

No solo los ganadores y el público han resultado beneficiados con la Bienal sino también otros autores que no participan directamente, como es el caso de Sergio Flores, quien dedico un cartón a la tercera emisión. Incluso los mismos organizadores se retroalimentan de ese impacto para profesionalizar el evento, darle la credibilidad que lo ha prestigiado, es decir realizando filtros que facilitan las tareas del jurado. Sus integrantes han sido siempre figuras destacadas e influyentes en el circuito del arte, pesos pesados locales, nacionales y extranjeros. 

Un caso local que ejemplifica ese impacto de la Bienal en un artista es el pintor-escultor regio Juan Caballero; no fue premiado, pero su trabajo fue reconocido como lo mejor de Nuevo León en 1996 con el vobo de Raquel Tibol, Osvaldo Sánchez, Liliana Porter, Agustín Artega y Nelly Perazzo. Tras su paso por la Bienal obtuvo una beca federal, una galería local se interesó por exhibirlo y llegó a participar en una colectiva en el Museo del Chopo de la UNAM. Como él, seguro hay otros autores, otras historias.

Los generosos espacios que hospedan la muestra daban para al menos señalar otros caminos para acercarse a la Bienal Femsa, la museografía es acertada y el montaje es bueno, lamentablemente no hay un catálogo que la documente-registre. Queda la duda ¿habrá una revisión que agrupe-presente las obras por categoría, es decir únicamente pintura, solo escultura y /o pura instalación? Cronos y los patrocinadores-organizadores tienen la respuesta.

La llegada a la tercera escala es por la estación Padre Mier y Zaragoza del Metro, es una estación fea y maloliente, se sale frente a lo que antes fue un centro comercial y hoy es un pozo de basura a los pies del Faro del Comercio y la fuente espejo, sin agua, de Luis Barragán. Todo muy cerca de la Catedral, con obras de Ángel Zárraga y Fidias Elizondo, y la sede del Gobierno Municipal en manos del PRI, del Palacio en que despacha el alcalde Adrián de la Garza. El Museo de Arte Contemporáneo y el Museo de Historia Mexicana son los sitios a visitar por este rumbo.

El Marco recibe con una fila de aproximadamente 30 personas en la taquilla, la espera es de unos 15 minutos para ingresar al inmueble de Ricardo Legorreta; ya en el vestíbulo, los destellos de un oro de Mathias Goeritz, perteneciente a la Colección Femsa, indican el camino a seguir del visitante. Se presentan cuatro exposiciones, tres individuales y una colectiva, una de las primeras y la segunda serán materia para las siguientes líneas.  La de Óscar Murillo y la colección de Ella Fontanals Cisneros.

En la individual de Murillo, en la planta baja, sorprende la cantidad de salas destinadas a la misma, se presenta una enorme instalación, un work in process, que se extiende por todas las salas que se tapizaron con papel kraff, la pieza requiere- solicita al público su colaboración ya que hay que pintar toda la superficie empapelada utilizando una paleta en la que predominan los tonos cobalto, azules. La muestra incluye unas cuantas telas suspendidas del techo y un conjunto de obra en papel, enmarcadas y montadas sobre bastidores que se colocaron arriba de varias sillas de plástico. La museografía es el leitmotiv de la exposición.

En la planta alta se despliega la muestra sobre la prestigiada Colección Fontanals Cisneros, se incluye pintura, escultura, fotografía, textil, objetos y video; obras realizados solo por mujeres-artistas, la selección presenta nombres consagrados de la escena global como Marina Abramovic y autoras poco conocidas como Carmen Herrera. De esta última, de origen cubano,  se muestran varios cuadros y una fotografía de su paso por Monterrey hace al menos cuatro décadas, a juzgar por el despoblado del fondo donde aparece el Cerro de la Silla. Se exhibe también un autorretrato fotográfico de Mónica Castillo.

De ninguna de las muestras en exhibición en Marco hay catálogo, llama la atención que ni siquiera tenga disponible la publicación sobre la colectiva de fotógrafos regiomontanos que terminó hace más de 4 meses, un catálogo que la Editorial RM ofrece ya en venta on line con un precio en euros. Extraña negociación de una publicación que se pagó, al menos en parte, con dinero de los contribuyentes, el Gobierno de Nuevo León es uno de los patrocinadores del museo, y que la venta la realice el contratista que cobró por hacer el catálogo. ¿Por qué el Marco no lo tiene-pone a disposición de sus visitantes e interesados en la fotografía local y sus autores?

Una grata sorpresa en la tienda-librería del Marco, el stand de la revista Atisbo, una publicación sobre la historia local entre ediciones de arte moderno y contemporáneo, ropa y souvenirs. Ingresa al morral del visitante el ejemplar que dedica varias páginas a Dalia Pérez Lamadrid, una discreta y elegante regia-cubana que durante muchos años se desempeñó como la publirrelacionista del Gran Hotel Ancira.  A ella se debe en mucho el pequeño museo de sitio del establecimiento, donde los huéspedes se enteran que Pancho Villa entró con todo y caballo, y a balazos destruyó el vitral que cubría-decoraba el lobby central del edificio.

Caminando por General Zuazua se observa el abandono del área en que se encuentra la Capilla de los Dulces Nombres, ¿un vestigio de arquitectura colonial? La zona es un enorme espacio descuidado en el que sobreviven, por la gracia de Dios, unos cuantos huizaches. Los muros-fachada del Teatro de la Ciudad que dan al frente del pequeño templo se han convertido en el soporte de plásticos-viniles que anuncian lo mismo los espectáculos que se presentan allí que exposiciones que se ofrecen por otras partes de la ciudad.

Finalmente se llega al Museo de Historia Mexicana, la gema del complejo cultural llamado 3 Museos, muy cerca de la calle Washington que homenajea a los migrantes pues no se refiere al presidente americano sino a un hombre de color que en el pasado vivió por esa arteria: el Negro Washington. Allí se exhibe, además de sus acervos permanentes, sobre el pasado prehispánico, la Colonia y la Independencia y Revolución, una muestra temporal y los comodatos de la colección de Lydia Sada de González, estos tres últimos son el principal motivo de la visita.

La exposición temporal es sobre textiles de los pueblos originarios, es decir sobre la vestimenta de sus habitantes, principalmente los utilizados por las mujeres tanto en las actividades cotidianas como en fechas especiales, sería interesante una reflexión sobre el impacto de esta costumbre en la identidad de la comunidad ante el resto de la sociedad en su conjunto. Antes de ingresar a la muestra hay una serie de reproducciones en vinil de fotos en blanco y negro, y color de Nacho López en las que los personajes retratados visten algunas de las prendas que se exhiben-muestran tras el vidrio que sostiene las imágenes del fotógrafo nacido en Tampico.

Las pinturas de Castas y las esculturas en marfil en el MHM son ejemplo del compromiso y responsabilidad social de la elite industrial regia para con la sociedad que ha contribuido a la creación y acumulación de su riqueza, vía el caro hobby del coleccionismo, pero ya profesionalizado, se comparte-regresa a la sociedad algo-parte de lo que ésta misma contribuyó a que fuera posible, una realidad, el poder económico que  detentan unas cuantas familias, un linaje del que la coleccionista forma parte.

A pesar de los limitados espacios en que se exhiben tanto las series de pinturas de Castas Mexicanas como los conjuntos escultóricos en marfil, su presencia es deslumbrantes y seduce al espectador. En el primer caso los grupos humanos representados en su versión de familia nuclear por autores renombrados como Miguel Cabrera y otros cuyo nombre desconocemos. En el otro caso los grupos escultóricos de personajes religiosos conocidos por la mayor parte de los espectadores: vírgenes, nacimientos, cristos y otros santos realizados en talla en marfil por autores cuyos nombres también, en su inmensa mayoría, no han llegado a nosotros.   

El gesto de Lydia Sada de González que han continuado-refrendado sus herederos hace posible que sus colecciones sigan allí, abiertas al público, hay que repetirlo es un gesto-compromiso que caracteriza el espíritu industrial regiomontano para con las artes pero que también se extiende a la salud, la educación y asistencia social, esto último sobre todo con los sectores más vulnerables de Monterrey y su zona metropolitana.

De todos los espacios culturales antes citados solo el Museo de Historia Mexicana cuenta con un sitio exprofeso para que los visitantes se reúnan a disfrutar una bebida caliente o fría y comentar su experiencia-encuentro con las distintas manifestaciones del arte a las que ha tenido oportunidad de acercarse en esos lugares: una cafetería en funciones, en los otros hay, pero no operando, sin servicio.

Otra vez en la Macroplaza, cerca ya del fin de la jornada, del día, el “Caballo” de Fernando Botero, va camino al aljibe, a “La Lagartera” de Francisco Toledo, del equino baja un hombre alto, blanco y barbado, autoría-versión de Mario Fuentes de Diego de Montemayor, el europeo lleva una espada en una mano y con la otra apunta con el índice al suelo al tiempo que exclama: Aquí empezó todo. Si, por allí, por donde hoy inicia el Paseo de Santa Lucia, se fundó Monterrey en 1596. No lejos de allí, se ubica, sigue todavía Carápan, una tienda de maravillas mexicanas que visitó Bill Clinton cuando anduvo por estos lares.

Y desde entonces, hace 429 años, va ya para cinco siglos que la Capital del Noreste no ha dejado de transformarse y su grandeza no para de seducir a propios y extraños, estos últimos arriban deslumbrados por su riqueza y la esperanza-ilusión de que ese progreso los alcance-toque, aunque queden fuera de sus historias, de las odas de sus artistas, de obras como el mural en La Chabela. Mañana será otro día.