El reciente libro del poeta José Ángel Leyva ofrece una radiografía sobre cómo la sociedad mexicana ha tratado-incorporado a 30 artistas plásticos-visuales, pintores, escultores y fotógrafos, en los últimos 75 años y como éstos se integran-relacionan con la misma.
Desde luego que esa incorporación social no es igual para todos: los hay que cuentan con museos dedicados a su persona y obra, están también aquellos que sólo buscan-dicen vivir para su quehacer-vocación, en la idea romántica del artista que no es tal, y los integrantes de las nuevas generaciones que no tiene pudor en decir que son una empresa, incluso trasnacional, con lo que ello implica.
Lo anterior queda claro tras la lectura de “RetLatos”, título de la antología, en la que el autor deja que sean los mismos protagonistas quienes cuenten-narren sus semblanzas biográficas-profesionales, historias de vida entre las que, dicho sea de paso, también se cuela la realidad socio-económica del país y las miserias humanas. Salvo cuatro artistas fallecidos, el resto de los seleccionados se encuentra con-entre nosotros y, como cualquier individuo, viven del producto de su trabajo, aunque en algunos casos alternado con otras labores como la docencia. Son artistas exitosos.
Los pintores Manuel Felguérez, José Luis Cuevas y Guillermo Ceniceros son los que tienen un museo con su nombre y obra, instituciones que operan con recursos públicos. El primero y el segundo pertenecen a la llamada Ruptura en tanto que el tercero está más ligado al final de la Escuela mexicana. Otro con museo es el grabador Octavio Bajonero, pero es temático: sobre la muerte. Los autores mencionados siguen la tradición de Diego Rivera, Rufino Tamayo y Pedro Coronel en lo que respecta a herencias al pueblo, a la sociedad que los reconoce como sus artistas.
En el libro se narra que la alemana Christa Cowrie entregó en donación, ella enfatiza que no vendió, sus archivos fotográficos al Museo de las Culturas Populares, el INBAL y la UNAM; Águeda Lozano dejó a la Universidad de Chihuahua la colección que formó de autores mexicanos y europeos con la ayuda-consejo de Fernando Gamboa; y Graciela Iturbide dice que los Seris se apropiaron de sus efigies, que en un principio nos les agradaban, y que obsequió a la Casa de la Cultura de Juchitán su famosa serie sobre sus mujeres. Pedro Valtierra fundó una Fototeca en su natal Zacatecas.
Beatriz Zamora cuenta lo difícil que es para ella, para una artista-mujer, ser reconocida-valorada por su talento y obra; Gabriel Macotela aclara que él no busca ni quiere un museo y expresa su descontento por el entorno de “Mujer-chimenea”; Flor Minor menciona su proyecto-sueño de hacer escultura monumental y Pablo Rulfo narra que no siguió el consejo de Vicente Rojo y lo complicado que fue su paso como diseñador de un periódico. Saúl Kaminer habla de su experiencia en Europa con grupos como Cobra y Magie Image, en este último el tutor fue Roberto Matta. Leonel Maciel se queja de “la mala crítica” que no aprecia el cromatismo de su pintura.
Flor Garduño y José Luis Ramírez comentan como financian sus proyectos, la primera llegó a asociarse con Mariana Yampolsky y les fue muy bien en un negocio editorial, el segundo destaca la importancia de acelerar el proceso de producción, por lo que cuenta con un equipo para ello, pero le demanda una nómina quincenal. Ella señala que el artista cabalga con sus demonios y él lo complicado que resulta operar como gestor cultural fuera de las dependencias públicas-gubernamentales. Magalí Lara destaca su encuentro con mujeres que bebían alcohol y fumaban tabaco, hablaban sobre hombres y sus relaciones con éstos, Gustavo Monroy reconoce su pertenencia a un grupo de autores que alcanzó el éxito temprano, en los 80 del siglo pasado, su caída a los infiernos y su renacer, pero ya sin amistad con colegas-pintores.
El lector se entera también que Rodrigo Moya formó-dejó una colección de caracoles clasificada, ojalá y alguna institución se interese en mostrarla y la relacione con su revista Técnica pesquera que le permitió sobrevivir al dejar el fotoperiodismo; que Águeda Lozano retornó de Paris porque el entonces INBA le ofreció una exposición, pero sin presupuesto para pagar el transporte de la obra; y que Rogelio Cuéllar se compró, con los 400 pesos que le pagó Héctor García, un sello para ya no ser más su asistente y empezar a vender sus propias fotos como independiente, en 20 pesos, a los periódicos de la CDMX.
Pero el tour de force ocurre en la fotografía, entre mujeres, con Graciela Iturbide y Flor Garduño; la primera cita su abolengo-linaje que la emparenta con el emperador mexicano Agustín de Iturbide y familias de hacendados; la segunda su pertenencia a una clase media alta con rancho y comercios en el Centro Histórico. Ambas se desempeñaron como asistentes de Manuel Álvarez Bravo, estuvieron muy cercanas a Francisco Toledo a quien las dos retrataron, más la primera, y se declaran admiradoras-fans de Josef Koudelka. Son en la actualidad las fotógrafas con más prestigio fuera de México y las artistas más famosas en el libro del poeta duranguense.
Garduño reconoce como su maestra a Katy Horna, cita a Raquel Tibol, quien detectó la herencia clásica en su fotografía y recuerda el elogio de Héctor García a una foto en su primera exposición: atrapaste muy bien el aire. Entre sus colegas favoritos destaca a Frantisek Drtikl, al que Carlos Monsiváis relacionó con Smarth.
Iturbide narra su paso por el cine en una película de Jaime Humberto Hermosillo por la que ganó un premio, que auxilió a Álvarez Bravo en la impresión de fotos de Tina Modotti para el MOMA y que Cartier-Bresson le dijo que ella no hacía fotos, sino que pintaba: un gran halago por venir de un pintor-fotógrafo-pintor. Para ella la fotografía es aventura, conocimiento. Todavía no llegaba el Princesa de Asturias.
El libro incluye un retrato de cada uno de los artistas a cargo del fotógrafo Pascual Borzelli Iglesias. Para quien esto escribe, los mejores retratos son aquellos en que los modelos aparecen dobles: Esther González, Gabriel Macotela, Arturo Rivera, Graciela Iturbide, Guillermo Ceniceros y Octavio Bajonero. Son interesantes los retratos a Gustavo Monroy y al autor-poeta. La antología reúne también a Carlos Gutiérrez Angulo, Marcos Límenes, Carlos Maciel, Daniel Lezama y Patricia Aridjis. Un caso raro, un mexicano que radica en España y vive de su pintura: Edgar Mendoza. Casos a la inversa representan el escultor chileno Víctor Hugo Núñez y el pintor español Manuel Pujol. Borzelli Iglesias “documenta el gesto, la mano que se alza, el ojo que dispara…” asegura Cuitláhuac Quiroga en el colofón-contraportada.
“RetLatos” es una publicación de Tilde Editores y la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, fue impresa por los regios de Cerro de la Silla. El prólogo lo realizó Luis Tovar, quien señala que el título es un neologismo acertado, la fusión de géneros narrativos y que el autor nos entrega “relatos de palabras con ojos”. La mayor parte de las semblanzas se publicaron antes en el diario La Jornada en versiones cortas. No esta demás mencionar que hay mucho más de lo que aquí hay reseñado y seguramente de mayor interés, sorprende la no incursión de integrantes de grupos minoritarios como el colectivo LGBT+: No obstante, es un tomo imprescindible en la bibliografía sobre el tema, acervo que incluye autoras como Cristina Pacheco y Silvia Chérem, con “Luz de México” y “Trazos y revelaciones”, respectivamente.
Es una lectura que se disfruta y a la que hay que volver, aunque el lector-autor de estas líneas echó en falta al menos una ilustración de la obra de cada uno de los incluidos-seleccionados, percibió la lejanía y el olvido en el medio al recordar nombres como Juan Acha y Alfredo Zalce, al apellido del primero se le añadió una h, grafía que, aunque muda no lleva o nunca usó el crítico peruano, cuyo archivo sobre crítica de arte resguarda la UNAM. Sobre el michoacano también se escribe mal el apellido. Pero igual pasa con grandes de la escena global actual, como Anselm Kiefer a quien se nombra equivocadamente como Charles.
Se dice que el mejor elogio para un artista y su obra es el canto del poeta, los reunidos en “Retratos y semblanzas de artistas visuales en México”, subtítulo del libro, pueden ya contar-presumir que se les ha dedicado, que lo han recibido y sumarlo en la currícula. Todos tiene como preámbulo a sus historias los versos de su antologador: una oda de José Ángel Leyva.