CUENTO: El sueño de Lamine

Te presentamos un relato de Guillermo Cubas sobre la pasión, la humildad y el poder transformador del fútbol, contado a través de la experiencia onírica de Lamine Yamal con los grandes de la historia.

Lamine Yamal, los gigantes del fútbol y una noche mágica antes del Mundial de Clubes
El sueño de Lamine: Un viaje al alma del fútbol y las leyendas eternas.Lamine Yamal, los gigantes del fútbol y una noche mágica antes del Mundial de ClubesCréditos: Memo Cubas
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El sueño de Lamine

Prólogo:

En la víspera del Mundial de Clubes, mientras el mundo del fútbol se prepara para una nueva celebración, Lamine Yamal, desde su hogar, contempla una fotografía que ha cobrado un significado especial: en ella, un joven Lionel Messi sostiene a un bebé de apenas seis meses durante una sesión benéfica en el vestuario del Camp Nou. Ese bebé es él mismo, Lamine, en un momento que, sin saberlo, marcaría el inicio de su vínculo con el fútbol y con el FC Barcelona.

Aunque su equipo no participará en el torneo, Lamine cierra los ojos y deja que su imaginación lo transporte. Recuerda las hazañas de leyendas como Cruyff, Maradona, Ronaldinho y el propio Messi, todos ellos íconos que vistieron la camiseta blaugrana y dejaron una huella imborrable en la historia del club.

En su ensoñación, Lamine se encuentra en el estadio, rodeado de las figuras que tanto admira.

Siente la energía del lugar, escucha el murmullo de la multitud y percibe el aroma del césped recién cortado. En ese instante, comprende que el fútbol trasciende los límites del tiempo y el espacio, y que su pasión lo conecta con una tradición que va más allá de los partidos y los trofeos.

Así comienza la magia de esta noche, una historia donde el sueño y la realidad se entrelazan, y donde el deseo profundo de un joven por formar parte de algo más grande se convierte en una experiencia transformadora.

La Noche de las Leyendas.

Miami, 14 de junio de 2025 - Horas antes del partido inaugural del nuevo Mundial de Clubes FIFA™

Nadie se imaginaba lo que estaba a punto de ocurrir en una de las salas privadas del estadio.

Mientras afuera, la fiesta crecía entre drones, himnos, cámaras y patrocinadores que cubrían cada rincón, dentro de un salón -decorado con paredes de madera oscura y luces tenues como de museo— un joven de 17 años esperaba con un silencio reverente.

No entraban por la puerta, simplemente aparecían. Algunos con el cuerpo intacto, otros como si vinieran de otra dimensión, apenas con un hilo de luz en la mirada. No dijeron sus nombres. No hizo falta. La historia misma los reconocía.

Había uno que caminaba con los hombros erguidos, como si llevara la cinta de capitán de todos los tiempos. Otro, de cabello alborotado, hablaba con la picardía de quien juega para alegrar a su pueblo. Uno más, elegante, parecía armar la conversación como si tejiera una jugada desde el círculo central.

El joven no hablaba. Escuchaba.

Hablaron de pelotas pesadas y botines que cortaban los pies. De partidos jugados con fiebre, hambre, o bajo tormentas de insultos. De cuando no existía el VAR, ni tarjetas amarillas, ni contratos millonarios. De cómo el amor al fútbol era más fuerte que cualquier golpe.

Uno contó que usaba siempre la misma camiseta, lavada con esfuerzo por su madre, en un barrio donde la pelota era lo único que no se robaban. Otro, que jamás se preocupó por su peinado, pero sí por dar el pase que dejara a su compañero frente al arco.

La charla no era para presumir. Era una especie de ceremonia sagrada. Hablaban de respeto, pasión, humildad, del arte de perder, de la valentía de levantarse. Uno decía que los títulos no pesan igual que una infancia con carencias; otro, que el gol más difícil es el que uno se hace cuando olvida por qué juega.

Algunos hablaban de Dios. Otros de la calle. De estrategia, de alegría, de silencio ante las críticas y de respuesta en la cancha. Uno recordó a su padre enseñándole a patear con ambas piernas; otro, a su madre escondiéndole los botines para que se concentrara en los estudios. Pero todos, sin excepción, hablaban con fuego en los ojos. El tipo de fuego que no se apaga nunca.

El joven no sabía qué decir. Hasta que uno, mayor, con mirada de director técnico del universo, se le acercó y dijo:

—Tranquilo. No estás aquí para hablar. Estás aquí para recordar.

Le puso la mano en el pecho.

Aquí es donde empieza todo. No lo olvides cuando te aplaudan... ni cuando te critiquen. Cuando estés solo en un hotel, o cuando anotes el gol del título. Aquí —y dio un pequeño golpe con los nudillos sobre su corazón— es donde vive el juego.

Entonces, todos comenzaron a desvanecerse, uno por uno. Sólo quedó su cuaderno, que sin haber sido abierto, ahora tenía escrita una frase:

"No juegues para ser leyenda. Juega para que nadie te olvide cuando no estés".

Y justo cuando el joven se acercaba a la puerta para salir al campo, aparecieron dos nuevas figuras.

Un anciano en silla de ruedas, con el rostro surcado de tiempo, y a su lado, un niño con los ojos enormes y brillantes, que empujaba la silla con cuidado.

No llevaban camiseta. Ni botines. Ni trofeos. Solo una mirada limpia.

El niño se acercó, sacó de su bolsillo una pequeña cadena y se la entregó.

-Para que no olvides que ser leyenda no es cuestión de fama... sino de alma —dijo el anciano con voz serena.

En el reverso del dije, una inscripción

"Haz del fútbol un acto de amor. Y del amor, tu forma de jugar la vida".

Cuando el joven levantó la vista, ya no estaban.

Entonces sonó la música del estadio.

Salió al campo con el corazón latiendo distinto. Y justo antes de empezar el partido, levantó la mirada hacia la tribuna...

Y allí estaban. El niño. El anciano. Sonriendo entre la multitud.

¿Sueño o realidad? ¿Una visita del pasado o un mensaje de Dios? Solo el alma conoce esas respuestas.

Esa noche, el fútbol volvió a empezar. Y en cada pase, en cada mirada al cielo, en cada silencio interior... un nuevo tipo de leyenda nacía.

Fin

 

Postdata del Autor:

Estos eran los amigos que conversaron esa noche con Lamine:

  • Lev Yashin, guardián del silencio y la firmeza.
  • Ronaldo Nazario, pura explosión con humildad.
  • Ferenc Puskás, cañón de respeto y liderazgo.
  • Gerd Müller, el que enseñó a definir sin hablar.
  • Pelé, el que hizo del fútbol un idioma global.
  • Johan Cruyff, mente brillante con alma libre.
  • Diego Maradona, genio de la calle y del corazón.
  • Franz Beckenbauer, señorío y elegancia sin esfuerzo.
  • Garrincha, alegría pura en piernas torcidas.
  • Lionel Messi, timidez que se volvió historia.
  • Cristiano Ronaldo, voluntad que no conoce techo.
  • Zinedine Zidane, pausa sabia en medio del vértigo.
  • George Best, destello de belleza fugaz.
  • Alfredo Di Stéfano, equilibrio total, sin fronteras.
  • Michel Platini, visión y temple en un solo toque.
  • Zico, samba hecha pasión y fe.

Reflexión Final

Hoy, la pelota no se detiene. Rueda los 365 días del año, en todos los rincones del mundo. Desde canchas polvorientas hasta estadios monumentales, el fútbol vibra en cada corazón, sin importar edad, idioma o frontera.

Pero ya no es solo un juego.

El fútbol se ha convertido en negocio, en espectáculo, en pasión que a veces desborda la razón. Se ha vuelto, para muchos, una suerte de religión moderna: mueve multitudes, despierta emociones profundas y se instala en lo más íntimo de nuestras identidades.

Aficionados, jugadores, dirigentes, entrenadores, comentaristas, marcas, medios y federaciones... todos somos parte de este fenómeno global. Y todos, sin excepción, tenemos una responsabilidad.

No se trata solo de ganar partidos. Se trata de ganar sentido.

Porque cuando el fútbol olvida su raíz —la alegría, el compañerismo, el respeto, el juego limpio-, corre el riesgo de volverse una sombra de sí mismo.

El fútbol puede salvar vidas. Puede inspirar a un niño a levantarse temprano. A un joven a alejarse de la violencia. A una madre a sonreír porque su hijo encontró disciplina y propósito.

Puede, incluso, unir a pueblos enfrentados, sanar heridas invisibles y recordarnos que, a veces, un pase bien dado o un gol bien celebrado nos reconcilia con la vida.

Por eso, los jugadores —ídolos visibles— no solo deben brillar con talento, sino también con ejemplo.

Los directivos -guardianes del orden— deben entender que la transparencia y la ética no son opcionales, sino el terreno sagrado donde se juega el verdadero partido.

Y. las federaciones, incluida la FIFA, deben ser más que organizadoras de torneos: deben ser portadoras de valores, constructoras de puentes, defensoras de lo humano por encima de lo comercial.

Porque en cada acción, se siembra algo. Y ese "algo" se refleja en millones de ojos que observan.

En millones de niños que aprenden lo que está bien o mal, no por discursos... sino por lo que ven en la cancha y fuera de ella.

El fútbol tiene el poder de encender almas. De encender caminos. De encender el mundo.

Pero también tiene el deber de recordar que ese fuego debe usarse para iluminar... no para consumir.

Que cada gol sea una ofrenda de alegría.

Que cada derrota sea una lección de humildad.

Y que cada campeonato sea una oportunidad para volver a empezar... con el corazón en la camiseta y el alma en los botines.

Porque, al final, lo que quedará no serán los trofeos.

Quedará el amor que sembramos mientras jugamos.

Paz y Bien. Abrazos