El “nearshoring” es un término que hoy parece estar en boca de todos, presentándose como algo nuevo o innovador. Sin embargo, no es más que la continuación de una historia de más de seis décadas de transferencias productivas entre países.
El proceso de deslocalización de la producción desde Estados Unidos hacia otras naciones comenzó en la década de 1960. Antes de ese movimiento, Estados Unidos centró sus esfuerzos en Europa, devastada tras la Segunda Guerra Mundial, y lanzó el Plan Marshall para revitalizar su economía, lo que, a su vez, fortaleció la suya propia. Sin embargo, para los años 60, los costos internos de producción en Estados Unidos se habían incrementado considerablemente, lo que impulsó la implementación de programas de apoyo en países de Asia, como Japón, Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur y Singapur, para reducir costos.
México no fue la excepción. En 1965, el gobierno mexicano, en respuesta al fin del Programa Bracero, se alineó con Estados Unidos bajo el esquema conocido como *Tariff Schedule of the United States, Item 807* (TSUS 807), actualmente identificado como HS-9802. Este sistema permitía la exportación de materiales desde Estados Unidos hacia diversos países para su ensamblaje o manufactura, devolviéndolos con un arancel reducido basado únicamente en el valor agregado fuera del territorio estadounidense.
A lo largo de los años, este sistema enfrentó desafíos debido a interpretaciones ambiguas sobre qué constituía ensamblaje o manufactura. Sin embargo, fue perfeccionado con acuerdos como el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) y el GSP (Sistema Generalizado de Preferencias), implementado por Estados Unidos en 1975. Este último programa favoreció a varios países en vías de desarrollo, promoviendo la instalación de fábricas donde la mano de obra barata era esencial.
Aunque China comenzó a recibir algo de inversión durante este período, su auge no llegó sino hasta los años 90 y, especialmente, a partir de 2001, tras su ingreso a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Cabe mencionar que México fue el último país en firmar un acuerdo bilateral con China en 2001, lo que permitió su adhesión completa a la OMC.
Este recorrido histórico muestra que el sistema productivo global actual es el resultado de décadas de construcción y ajustes. Su desmantelamiento o regreso a los modelos previos, conocido como *reshoring*, no puede lograrse en pocos años. Además, las condiciones socioeconómicas y tecnológicas de los países involucrados han cambiado radicalmente en las últimas décadas.
Frente a esto, y considerando las declaraciones del presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, sobre reducir el déficit comercial mediante aranceles extraordinarios o generalizados del 10%, queda claro que medidas simplistas no pueden abordar problemas complejos. Expertos coinciden en que estas políticas podrían aumentar la inflación en Estados Unidos y provocar respuestas adversas de los países afectados.
Después de tres décadas de libre comercio en América del Norte, parece necesario replantear los pasos a seguir en esta alianza estratégica. Una propuesta audaz sería avanzar hacia una mayor integración regional. Por ejemplo, una Unión Aduanera permitiría unificar los criterios de ingreso de mercancías, garantizar los contenidos regionales, armonizar los aranceles y fortalecer el mercado interno. Además, podría abordar preocupaciones como el tráfico de drogas al centralizar la supervisión de accesos.
En el futuro, podríamos aspirar a un Mercado Común al estilo europeo, donde la libre circulación de bienes, capital y mano de obra beneficiaría a toda la región. Canadá, con su abundancia de recursos naturales; Estados Unidos, con su tecnología y capital; y México, con su bono demográfico, podrían formar una de las zonas económicas más fuertes del mundo.
Es momento de mirar hacia adelante con propuestas audaces que beneficien a todos los involucrados en los próximos 30 años. Si se trata de unirnos, hagámoslo bajo términos que impulsen el desarrollo mutuo y solidifiquen nuestra posición global.