Agenda ciudadana
El populismo “es una filosofía política que busca llevar los principios de la democracia a su conclusión lógica”. De entre las muchas definiciones de populismo esta de Ariel Kaminer (New York Times, 06/07/24) que es un comentario a un ensayo de Oren Cass -economista de la conservadora American Compass- es quizá la más sucinta e incluyente y puede aplicarse tanto al populismo de derecha como al de izquierda.
Cass, que políticamente se identifica con el Partido Republicano parte de un diagnóstico tajante: quienes ocupan los altos puestos en los aparatos de gobierno, empresarial, académico, jurídico, medios de comunicación y del resto de las esferas del poder de Estados Unidos, constituyen una élite que desde hace tiempo dejó de tener contacto y empatía con el grueso de su sociedad.
Cass sabe de lo que habla, pues además de los datos que maneja él mismo es asesor de los republicanos y egresado de Harvard, universidad que educa a vástagos de las élites.
Según Cass, hay un descontento evidente en las clases medias trabajadoras norteamericanas blancas y en segmentos significativos de otras.
Un caso de naturaleza cultural evidente tuvo lugar durante la campaña electoral de 2016.
Al no entender los motivos del rechazo de un segmento significativo de la clase trabajadora a su candidatura y a su persona, Hillary Clinton simplemente optó por atribuirlo a que un “cesto de deplorables” que no lograba entender la complejidad e importancia política de lo que entonces estaba en juego.
Los aludidos nunca se lo perdonaron, y es que esos “deplorables” tenían y siguen teniendo razones materiales y morales de peso para sentirse ofendidos por quienes desde las alturas políticas norteamericana y escudados en sus títulos universitarios, puestos y riqueza no reconocen que como dirigentes le han fallado a los menos afortunados de su sociedad.
Sin embargo, para la candidata Clinton resultaba claro que quienes habían fallado eran justamente los “de abajo” por rechazar a sus superiores culturales.
Cass considera que el ascenso de muertes por sobredosis de drogas en Estados Unidos -107,500 en 2023- es indicador “de la decadencia y la desesperación nacionales”.
Y hay más datos que apuntan en la misma dirección: en 2020 el promedio del ingreso ajustado por inflación de los hombres jóvenes (entre 25 y 29 años) mostró haber descendido respecto al que ese grupo había recibido ¡medio siglo atrás!
En 2014 el “sueño americano” de los encuestados ya no era experimentar la supuesta movilidad ascendente de antes -cada generación tendría un nivel de vida superior al de sus padres- sino apenas alcanzar una estabilidad financiera.
Es debido a una sensación de inseguridad económica que las encuestas muestran que la mayoría de los norteamericanos hoy rechazan uno de los pilares del neoliberalismo: el libre comercio global.
Lo que los desilusionados con la globalización desean es justamente lo contrario: quieren vivir en una economía protegida por aranceles para forzar el retorno de las fábricas a unos Estados Unidos que “hagan cosas” y ofrezcan empleos con salarios propios de las clases medias.
Y es así como una mayoría preferiría enfrentar precios más altos por su consumo a cambio de no competir con la mano de obra barata vía el comercio exterior o el ingreso de esa misma mano de obra mal pagada vía la migración, en particular la indocumentada, que a su juicio es la que abarata más el salario de los norteamericanos que carecen de credenciales académicas.
La masa de descontentos rechaza sin remordimientos las llamadas energías limpias por ser más caras que las fósiles y prefieren salvarse ellos aquí y ahora que pagar un supuesto salvamento a futuro del medio ambiente. Consideran que sólo las capas altas, donde están “los que no manufacturan cosas” y que viven de las manipulaciones financieras, pueden darse el lujo de preocuparse por el planeta.
En ese ambiente de separación entre descontento y satisfacción la irrupción de un líder externo al consenso elitista – Donald Trump- que lo mismo embistió contra tiros y troyanos, se despertó el entusiasmo político de quienes lo habían perdido de tiempo atrás.
A ojos de los desencantados, Trump aparece no como el líder político ideal pero sí como el único disponible.
Por defender su reelección atacaron el Capitolio en 2021 y también por eso, pese a la reciente condena de su líder en los tribunales por hacer transacciones ilegales para evitar un escándalo de índole sexual, el entusiasmo de los trumpistas por un líder que arremete contra el establishment sin cuidar los buenos modales no ha disminuido.
Desde la perspectiva anterior, Trump, como otros populistas de derecha, simboliza a la democracia brutal en acción.
Una que ofrece desde la derecha salvaje tomar en cuenta la voluntad de los “de abajo” aunque no de todos y humillar públicamente a las “minorías selectas” y hacerles pagar por sus desplantes de superioridad no sólo cultural sino moral por aprovechar su poder para relegar las demandas de los “deplorables”.
Es así como el abandono por decenios de los intereses básicos de los numerosos precarizados por un modelo neoliberal en el centro de la economía global terminó por engendrar vía las urnas el populismo de derecha.
Y es que pese a sus formas inciviles y brutales el reclamo de los trumpistas tiene una raíz legítima desde la perspectiva democrática.
En su momento Franklin D. Roosevelt fue calificado como “traidor a su clase” y combatido por las élites de su época por poner en marcha un New Deal en favor de los dañados por la Gran Depresión, pero su estilo fue muy otro, lo cual muestra que en la calidad y orientación del liderazgo reside gran parte de la orientación y el resultado de la confrontación democrática entre las minorías que viven en sus burbujas y las mayorías politizadas y descontentas.
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