Regiándola
Un influencer de humor negro que toma un papel de sicópata, siembra odio, es oscuro y no puede tener hijos…
Un integrante de la comunidad gay que reclama atención, se cree sexy del rostro, juega sucio y aspira a ser Wendy Guevara…
Un acusado y absuelto de asesinato que reprueba indignado la serie de Paco Stanley, pero que aprovecha esa mala fama y se mete al reality por una jugosa paga…
Una comentarista de la farándula con voz de ancianita que dispara 20 balas de cizaña por segundo…
…No le seguimos porque se nos acaba el espacio, pero estos son sólo algunos ejemplos de los perfiles que nos ofrece la Casa de los Famosos y que serían una joya para el análisis de Sigmund Freud.
No es para asustarnos ni persignarnos mil veces a máxima velocidad, pero esta producción cada vez suena más a una casa de salud mental que a una de famosos.
Parecería que hay más pacientes psiquiátricos en este reality que en el centro de salud mental de Escobedo (antes de la Colonia Buenos Aires).
Pero al margen de las complicadas personalidades de esta producción, entre las paredes de ese inmueble se vive una realidad y del otro lado del televisor, otra.
Es decir, ni todo es mentira ni todo es cierto, sino todo lo contrario… o sea, se trata de puro show, y nosotros dramatizamos como si todo fuera la mera neta del planeta.
Lo que vemos es más actuación que realidad y no vale la pena gastar todos los improperios en contra de algún miembro del reality.
El problema es que el 90 por ciento de la audiencia sí se la cree y -lo más preocupante- puede normalizar todo lo que ve y corre el riesgo de caer en la imitación.
Al menos está muy atenta al programa. La prueba es que esta edición ha roto todos los récords con hasta 35 millones de votos en una expulsión.
Con esta me despido: si los de la Casa de los Famosos no están locos ni esquizofrénicos, nosotros sí podemos enfermarnos del cerebro si tomamos en serio el reality.