En los últimos años, los pensadores contemporáneos han documentado varios fenómenos preocupantes que afectan a las sociedades modernas. Uno de los más alarmantes es la era de la post verdad en la que las creencias personales, muchas veces alimentadas por cámaras de eco en redes sociales o por líderes carismáticos, parecen tener más peso que los hechos y datos verificables en la formación de la opinión pública.
Esta tendencia se observa globalmente y fomenta otro fenómeno creciente: la polarización social. Muchos líderes políticos han perfeccionado el arte de manipular la información para distorsionar la percepción pública, exacerbando la división en las comunidades. Ejemplos de ello abundan, tristemente.
Ambos fenómenos contribuyen a su vez a otro: la creciente desconfianza en las instituciones. Según una encuesta del Pew Research Center, a nivel mundial entre 2021 y 2024 la satisfacción con los sistemas políticos en naciones de altos ingresos ha disminuido en 13 puntos porcentuales, del 49 al 36 por ciento. El Barómetro de la Confianza de Edelman refleja una tendencia similar, revelando que casi el 60 por ciento de las personas en todo el mundo desconfían de las instituciones hasta que se les demuestre su fiabilidad.
México no ha escapado a estas tendencias globales. La polarización, el desprecio por los datos y la creciente desconfianza en la democracia se han vuelto comunes en el país en los últimos años. El Barómetro de la Confianza de Edelman indica que la desconfianza en instituciones tradicionales, como los medios de comunicación y el gobierno, ha aumentado. Sin embargo, México presenta una peculiaridad: según otra encuesta reciente de la OCDE, es el tercer país con mayor confianza en su gobierno federal, sólo detrás de Suiza y Luxemburgo, con un 53.6 por ciento de aprobación.
Este fenómeno tiene raíces profundas que Octavio Paz diagnosticó en su libro El Laberinto de la Soledad en 1950. Paz describió una relación de desconfianza y sumisión entre los mexicanos y su gobierno, señalando que “nuestro recelo ante las instituciones se convierte en desconfianza de la legalidad misma, en sospecha del derecho”.
En este contexto histórico y contemporáneo, el presidente saliente, Andrés Manuel López Obrador, ha propuesto y promulgado una reforma judicial que profundiza la polarización. La aprobación de esta reforma, con la mayoría aplastante de Morena y sus aliados en la Cámara de Diputados y en el Senado, podría llevar a México a tener uno de los sistemas de justicia más deficientes del mundo, sin mencionar que su implementación será prácticamente imposible.
Para promover esta reforma, el presidente ha aprovechado el nivel educativo relativamente bajo (9.7 años de estudios, en promedio) de la población, la falta de cultura cívica, y la desconfianza generalizada en las instituciones y los datos. Este coctel fue perfecto para lograr que las y los ciudadanos, avivados por discursos polarizantes, se desinteresasen por conocer a fondo la reforma, y dejaran el asunto en manos de los legisladores federales.
En cualquier país con una joven democracia, la reforma del Poder Judicial, que es un pilar esencial para la democracia y un contrapeso al Poder Ejecutivo y Legislativo, debió ser objeto de un debate extenso antes de su discusión en el pleno de las cámaras legislativas. La falta de una discusión profunda y amplia sobre la reforma en la cámara de diputados y en el senado, ha sido un peligroso retroceso.
En México, la discusión fue prácticamente inexistente. Los legisladores del partido oficial parecieron aceptar sin cuestionar la versión del Presidente, otorgándole una "verdad absoluta" sin lugar al debate.
Este entorno evoca un pasado de oscurantismo y dictadura perfecta, donde un partido único controlaba todas las instituciones e imponía su verdad a una población desprotegida por un Poder Judicial capturado.
Hoy parece que estamos atrapados en una máquina del tiempo que intenta devolvernos a un pasado que ni fue glorioso ni envidiable. Sin embargo, una gran mayoría de los pasajeros no parece preocuparse por este viaje hacia el retroceso, cegados por una fe inquebrantable en el piloto de esta máquina del tiempo.
Sandrine Molinard es directora del Consejo Cívico
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