Un asesinato ocurre en un municipio, pero el cuerpo aparece en otro. Una industria lanza gases contaminantes al aire, pero el viento los exparce a cuatro municipios vecinos. Cada mañana salen de sus casas miles de personas de un municipio “dormitorio” a la misma hora, saturando vialidades y transporte público rumbo a sus trabajos ubicados en otros municipios de la ciudad. La sequía deja colonias enteras sin agua potable durante semanas. Y todos los días, toneladas de basura recolectadas en la metrópoli terminan en el mismo municipio que carga con ese peso solitario.
Lo anterior no son exageraciones ni escenarios futuros: son realidades cotidianas en el área metropolitana de Monterrey. Problemas compartidos, pero pocas soluciones conjuntas.
Esto tiene una raíz muy concreta: una reforma constitucional con buenas intenciones, pero consecuencias no previstas. A finales de los años 90, México vivía una apertura democrática inédita tras décadas de dominio del PRI. Estados y municipios gobernados por la oposición exigían más autonomía frente al poder central. En respuesta, el presidente Ernesto Zedillo impulsó en 1999 la reforma al artículo 115 de la Constitución para fortalecer el federalismo y dar mayor poder a los gobiernos locales.
Gracias a esto, los municipios ganaron control sobre el desarrollo urbano: empezaron a formular sus propios planes, regular el uso del suelo, otorgar licencias, construir infraestructura. Fue un cambio profundo y necesario. Sin embargo, se ignoró un elemento clave: la coordinación. Aunque la Constitución abrió la posibilidad de que los municipios colaboraran entre sí y con los estados para planear el crecimiento metropolitano, eso nunca se volvió obligación ni prioridad. Así comenzó la era del “cada quien por su lado”, con consecuencias que aún padecemos.
Durante las primeras dos décadas del siglo XXI, Monterrey y su zona metropolitana crecieron como pocas regiones del país. En el año 2000, la ciudad tenía 3.4 millones de habitantes en 175 km². Para 2020, la población había aumentado en 1.9 millones, y la superficie urbana se extendió hasta 287 km². Es decir: la población creció 56%, pero la mancha urbana se expandió 64%.
Los municipios diseñaron sus planes sin mirar al vecino. Autorizaron fraccionamientos, construyeron puentes, vialidades, drenajes… sin pensar en cómo esos proyectos se conectarían con los del resto de la ciudad. Mientras tanto, el gobierno estatal ha tratado de parchar los problemas: atender crisis de agua, movilidad, infraestructura. Siempre a destiempo, siempre reactivamente. No se ha logrado una visión a futuro.
El resultado está a la vista: una movilidad colapsada, contaminación al alza y una calidad de vida en deterioro. La ciudad no creció, se desbordó.
En 2022, el gobernador Samuel García abrió un espacio para cambiar esta historia. Propuso una Ley de Coordinación Metropolitana y la creación de un Instituto Metropolitano de Planeación. El objetivo: alinear las políticas urbanas de los municipios que, juntos, forman esta gran ciudad que compartimos. El proceso ha estado lleno de tropiezos, peleas políticas y rezagos. Pero hoy parece haber una nueva oportunidad para retomarlo.
La tarea es titánica, cambiar el rumbo de una metrópoli desordenada requiere madurez política, visión compartida y el compromiso decidido de todos: gobierno estatal, municipios, Congreso, empresas, sociedad civil, universidades. Los frutos de este esfuerzo no los veremos mañana. Pero si no sembramos hoy, no habrá cosecha en el futuro.
Como escribió Rabindranath Tagore:
“El que planta árboles sabiendo que nunca se sentará a su sombra, al menos ha comenzado a comprender el significado de la vida.”
Las decisiones que tomen hoy nuestros líderes determinarán la vida de los niños y niñas cuando les toque a ellos ser adultos en unos 15 años. Es hora de coordinar, colaborar y planear con visión. Vamos tarde, pero aún podemos llegar.