Monterrey. - Desde hace algunos meses, en Nuevo León se ha hecho cada vez más evidente una tendencia que parecía inalcanzable en años recientes: la disminución sostenida de delitos de alto impacto, particularmente los homicidios dolosos.
Nuestro estado vivía desde hace algunos años, particularmente el 2022 un recrudecimiento de la peor violencia, llegando incluso a los niveles del 2011.
Por eso las cifras actuales sorprenden a más de uno.
El propio gobierno estatal reportó recientemente una caída del 74% en el promedio diario de homicidios dolosos respecto a los meses más violentos del año anterior.
Un dato que, sin duda, debe reconocerse y celebrarse sin regateos.
Tanto el gobernador como figuras de su partido han celebrado el logro como propio, como si lo que ha pasado en los últimos meses fueran resultado directo de una estrategia diseñada a nivel local.
Sin embargo, esta disminución no comenzó con una decisión local, sino con la intervención directa y decidida del Gobierno de México.
La transformación en materia de seguridad comenzó a hacerse tangible cuando, ante el caos político que vivía el estado, fue la Federación la que asumió un papel más activo y estratégico en la conducción de la seguridad pública.
Sería irresponsable entonces olvidar que Nuevo León estuvo paralizado políticamente durante más de dos años.
La pugna entre el Ejecutivo estatal, municipios y el Congreso local tuvo consecuencias reales en la seguridad. El retraso en la designación de un Fiscal General, la falta de claridad en los mandos policiales y la ausencia de una política de prevención integral crearon un vacío que fue aprovechado por los grupos criminales. Fue entonces cuando el Gobierno federal decidió intervenir de manera más decidida.
En ese esfuerzo, a quien hay que reconocer es a Omar García Harfuch. El actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana del Gobierno de la República ha sido pieza clave para reestablecer la coordinación institucional que hacía falta en Nuevo León. Su mano firme, experiencia táctica y capacidad para generar consensos operativos entre fuerzas federales, estatales y municipales, permitieron reordenar una estrategia que simplemente no existía.
García Harfuch no llegó a improvisar. Con su amplia experiencia en la Ciudad de México, llegó a Nuevo León, primero, a poner orden, a establecer objetivos medibles, a generar presencia territorial y sobre todo a construir coordinación.
Gracias a su impulso, se retomaron las mesas de seguridad que habían quedado reducidas a actos simbólicos o simplemente desaparecieron.
Bajo su liderazgo, se recuperó la coordinación interinstitucional que el conflicto político entre el gobernador y la oposición, particularmente entre los municipios había fracturado por completo.
Harfuch y su equipo no llegó a protagonizar sino a funcionar como un mediador que se reconoció entre actores políticos y liderazgos de diferentes partidos como neutral y serio.
Su presencia se ha distinguido por algo que en Nuevo León hacía falta: seriedad, profesionalismo y resultados. En lugar de buscar reflectores, fortaleció el trabajo operativo, silencioso pero contundente.
Hoy, los resultados hablan por sí mismos.
Por supuesto, queda mucho por hacer. Nuevo León sigue enfrentando retos importantes en materia de seguridad. Pero negar que estamos mejor que hace un año sería deshonesto.
Hoy que Nuevo León respira un poco más tranquilo, es justo reconocer a quien con oficio y visión ha logrado lo que parecía imposible. La reducción de homicidios no es fruto de la casualidad ni de un cambio repentino meramente local.
La mano de Harfuch ha sido evidente: su impulso, su capacidad de coordinación y su compromiso con la seguridad nacional han marcado la diferencia.
Cuando las cifras mejoran, hay que preguntarse qué cambió. Y en el caso de Nuevo León, la respuesta es clara: cambió la conducción. Cambió la estrategia. Y cambió, sobre todo, el liderazgo.
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